Biblioteca (fragmento)

Hensli Rahn


Bueno, yo estaba sentado con los pies en la mesa esperando a que algo pasara y llamó Ruth. Una amiga de una amiga suya le había pasado el dato de un carpintero barato: yo. Luego se puso a explicar lo que quería que le hiciera. Aclaré que no era carpintero ni nada, pero podía arreglar prácticamente lo que fuera por una buena cantidad.

–Todo sube, doña. Es el precio mínimo.
–La amiga de mi amiga dijo que usted era económico.
–Qué quiere que le diga.
Silencio y a los segundos se decidió:
–Mi dirección, tome nota.

El aparto era inmenso y olía a limpio. Todo daba impresión de costoso. Una cachifa me trajo café en una vajilla. Ruth no era tan vieja como le gustaba sonar por el auricular. Y además tenía un gran culo. Me guió hasta una habitación. Era su estudio. Tres paredes llenas de libros y par de rumas en el suelo. Al centro una computadora. En la pared restante, fotografías de ella y un anciano. Su plan era tumbarlas y, en su lugar, irían unos retablos para acomodar los libros arrumados. Me dijo que podía tomar cualquiera en calidad de préstamo. Le dije que el tiempo valía oro y no lo despilfarraba.

Ruth hizo pantomimas sobre el muro de los retratos. Diseñó una biblioteca invisible. Naturalmente, se puso explicar las cosas más de la cuenta. Repitió los trazos al aire. Le gustaba que la vieran. Saqué un metro y la aparté. Manos a la obra. Pensé que así me dejaría en paz pero siguió dando lata desde la computadora. Tomé las alturas, calculé la madera. Se le podía cobrar de más. Un buen negocito. ¿Pino o contraenchapado?, dije. Ella era muy fina, quiso lo mejor y me pasó un fajo de efectivo. Me pareció poco. Bastaba para los materiales pero le dije que faltaba. Sacó el resto. La plata es para gastarla, dijo.

Llevaba una semana yendo y viniendo. El aparto inmaculado. La cachifa se perdía a las tres. El calor a tope y Ruth en falda. Más de la mitad de la pared estaba hecha. Las fotografías suyas y del viejo estaban algo más altas, aún no las quitaba. Había una con fondo de mar, en lo que parecía un yate. Otra donde ambos usaban lentes oscuros, muy serios o jugando a no reírse. Prefería una en la playa: Ruth en sombrero de campesino y bikini, mientras el viejo la abrazaba por la cintura con cara de tragedia. Luego había una donde aparecía solamente el viejo en un peñasco, con la misma expresión idiota y el viento le batía las canas. A lo mejor estaba perdido y ella lo esperaba. O estaba muerto y prefería tapiarlo de libros.

Ruth me vio mientras veía sus fotos. Giré y la sorprendí. Ajá, le dije. Echó un brinquito, medio carcajeada. Ven acá, la atraje hasta mí. Tumbamos algunos estantes sin querer. Bueno ella, yo no. Yo los puse. A ella la subí en un retablo. La altura justa para hacer y deshacer. No sé por qué le daba por agarrarse precisamente de los estantes, con los brazos abiertos de par en par. Desde esa tarde en adelante esto se repitió y se repitió y se repitió. Por el día ponía las tablas, por la noche me las tumbaba. Era un escándalo. Sonaba como una demolición. Ruth me invitaba a su cama pero en realidad sólo me nacía darle unos candelazos en ese sitio. Me gustaba que el viejo husmeara desde su retrato, muerto de la rabia. Pero más bien seguía a sus anchas, muy trágico en medio del ventarrón.

Empecé a robarle libros. Los vendí todos a buhoneros, por nada o casi nada. Creo que se dio cuenta. La pobre me preguntaba de vez en cuando por los tomos desaparecidos. Pensaba que los agarraba para leerlos. Ni idea, le decía. En realidad, no tenía idea. Sólo guardé un par de novelas homosexuales francesas. Y un libro de fotografías eróticas de un puertorriqueño. Igual no valían nada. Ruth me regaló un libro suyo publicado en los ochenta. Poesía. Enrevesada a juro. Sin pies ni cabeza. Parecida a ella y a sus cosas. Le dio por volver escribir cuando me veía trabajar. Ahora sacaba unas frases bien lujuriosas. Ruth sabía complacer un macho. Estaba sola porque le salía del forro estar sola.

Un mediodía me dejó solo con la sirvienta. Una negra tinta, muy recatada y provocadora. Tendría veinticinco o treinta. Le hice ojos y le busqué café. Ella siguió en su seriedad. Ni remotamente interesada. En eso llega Ruth y un viejo, del mismo estilo que el de los retratos pero distinto. Este era alegre o eso pareció. Venían chachareando algo de unos discos de música clásica. El viejo enfatizó la calidad del nuevo sistema. Usó bastante las palabras: óptimo y fidelidad. Trajo cornetas bajo las axilas y se volvió un ocho con el cableado. Casi se cae. Enrojeció. Le gustaba demasiado Ruth. Ruth estaba al tanto, se pavoneó delante de él y le dio algunas órdenes. Que instalara el sistema de sonido y le dejara la sala tal como estaba antes de que llegaran. Le dio media hora para acabar con eso e irse por donde vino. El viejo hizo lo que pudo. Él solo quería acurrucarse a ella en las madrugadas. Pero ella estaba enviciada con otro aparato que recién descubría, al punto de hacerle poemas. No hay justicia posible.

Cuando terminé con ella por esa noche, me fui al comedor y subí los pies en la mesa. Ya venía siendo hora de retirarse. Ella volvió a salir en un camisón. Bajo aquella luz se veía desencajada. ¿Qué hago con esta vieja?, pasó por mi mente. Me destapó una cerveza. Trajo un cenicero y encendió un cigarrillo a mi lado. Comenzó una música. El humo subía. Escucha, dijo, es Brahms.

(Continuará.)

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