La biblioteca de Kabuki

Álvaro Rafael


1
La semana anterior llegó un fax: colegas con quienes el doctor Kabuki mantuvo durante toda su carrera un odio recíproco habían dictado un veredicto que le galardonaba por una obra magna, robusta y que cimentaba la psiquiatría nacional. Mientras leía la impresión del fax dos cosas se arremolinaron en su cabeza: la primera, era algo perfectamente inoportuno para el momento que vivía: desahuciado por su casero y recién divorciado de su mujer, había decidido en secreto recluirse en su viejo consultorio para poder concluir sin perturbaciones el libro definitivo que, precisamente, dinamitaba esos cimientos ahora premiados. La segunda, que reconocer su obra al borde de sus ochenta años le parecía una invitación bien considerada a dejarle morir en paz.

Así que en cuanto terminó la lectura rompió la impresión, quemó los trozos, maldijo a los remitentes y apresuró su decisión de marcharse al consultorio de un edificio parcialmente abandonado porque se caía a pedazos. Su secretaria, la última persona que lo vio antes de su desaparición, insistió que aceptara el reconocimiento y el dinero para curar su maltrecha economía. Pero Kabuki, con la acritud de los años, le replicó que hacía mucho había llegado a la conclusión privada de que su tiempo lo perdió construyendo una obra en la que él mismo ya no creía, y que si pudiese quemaría cada ejemplar de sus veinte libros publicados.

¿Cómo puede un autor escapar de su pasado cuando muchas bibliotecas guardan algún libro con su nombre y generaciones de estudiantes acuden a plagiar sus ideas? Muy orgulloso como para enviar una carta pública en la que apostatara de su obra, Kabuki había concebido hacía años escribir un libro que le revindicara, un libro definitivo que desmintiera los argumentos de aquellos libros apilados unos sobre otros en su biblioteca particular. Llevaba escritas 9.999 páginas y estaba en la última del último capítulo. Algo abstracto para finiquitar el manuscrito se le escabullía; faltaba la pieza final de un manuscrito que de tanto releer y corregirlo había terminado por quemar con sus ojos varias líneas y por último muchas versiones enteras.



2
Cuando cada noche en su nuevo hogar el doctor Kabuki se sentaba al escritorio para hallar esa pieza, detrás de él las voces burlonas de su pasado le hablaban desde su biblioteca. ¿Cómo concentrarse en concluir un manuscrito mientras sus viejos libros le acosaban?

Sin embargo, otro hecho un tanto más inoportuno acudió para perturbarle su tarea. Una mañana le despertó un temblor que tumbó sus cosas. Con las horas, las entrañas del edificio no dejaron de crujir; a media mañana se asomó por la ventana de su consultorio y vio una cuadrilla de bomberos precintando el edificio: irremediablemente sería desalojado por completo ante la amenaza de derrumbe. ¡Que la vida era injusta no tenía réplica! Aceptar el permiso de sus enemigos para morir tranquila y discretamente en una playa lejana, con un jugoso cheque bajo el brazo que sellaba su retiro, era menos afrentoso que morir enterrado junto con veinte libros horrendos con su nombre; salir de aquel edificio abandonado significaría terminar como un abuelo ocioso que decidió jugar a las escondidas para no aceptar sus compromisos y, reventados sus nervios, jamás concluiría su magnum opus.

Delante de su biblioteca, Kabuki ideó algo que serviría más que un solo manuscrito para salvar su honor: quienes le leyeron habían memorizado línea por línea sus libros, pero si «sustituía» las ideas escandalosas por líneas inéditas del manuscrito purificador obligaba a una revisión general de su obra. De esa manera, en cuanto recogieran entre los escombros del edificio caído su biblioteca particular, el mundo descubriría que sus viejos libros se habían transformado en veinte obras maestras ampliadas y corregidas.

El tiempo apremiaba: la tarea de diseccionar un manuscrito de 9.999 páginas y pegar tiras de frases sueltas sobre las páginas de veinte libros era terriblemente laboriosa. No debía dejar rastro a los obreros que retiraban grandes piezas del interior del edificio, porque avisarían a la corte de aduladores que le buscaba para imponerle el premio. Cuando los obreros entraron al consultorio lo hallaron casi vacío: la noche anterior Kabuki usó su inquebrantable fuerza para subir un módulo de la biblioteca a la azotea. Los temblores se sucedieron por seis días más, y al séptimo día en el manuscrito de Kabuki quedaba por cortar la última página, cuyo final aún no estaba definido.

Esa mañana parte de la fachada del edificio se desplomó. Alguien golpeó la puerta de la azotea; los bomberos, avisados por los obreros del descubrimiento en el piso de marcas recientes del módulo de la biblioteca mientras era arrastrado, venían a rescatarle. Si tan sólo le dieran unas horas, pensó, terminaría esa página final que luego cortaría y pegaría en diferentes libros de su numerosa e improvisada obra maestra de veinte volúmenes. Pero ¿qué faltaba en su manuscrito para concluirlo?

Discretamente, Kabuki comprendió que hacía tiempo huía de un veredicto. Pero ese veredicto no había sido dictado por ninguna organización ni había sido hecho público. Envejecido y retirado de la vida pública como estaba, la pieza faltante de su manuscrito era el final de su propio destino, al que se negaba a llegar porque en su vida ya nada tendría sentido después del punto final. Si lo terminaba, el libro definitivo que culminaba su obra y le revindicaba también le invitaba a morir en paz, a desaparecer definitivamente, a dejarse olvidar. Así que dejó a un lado la última página del manuscrito y se sentó a esperar. El edificio se derrumbaría en poco tiempo y su trabajo quedaría inconcluso; sin embargo, pensó Kabuki, la irresolución de su obra maestra le aseguraba interpretaciones infinitas y así su nombre, con los años, sobreviviría al olvido. Ese era el mejor de todos los finales.



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