Los libros, el atardecer y la noche

Rodrigo Blanco Calderón



A Guillermo Sucre


Para un lector mórbido, de ésos que amanecen leyendo un libro de crónicas de fútbol aunque no les guste el fútbol, de ésos que compran libros por el sólo placer fetichista de tenerlos, de ésos que, como Proust, afirman que quizás no hay días más dichosos de la infancia, tan plenamente vividos, como los pasados junto a un libro preferido, para ese tipo de lector, decía, un libro, evidentemente, no es un simple objeto. No es algo que se suma al mundo de los seres y las cosas. De nada serviría decirle a ese lector que su libro, ése que sostiene como un predicador junto a su pecho, es apenas un ejemplar entre los muchos de la respectiva edición que compró. Ese libro, pese a que tipográfica y materialmente sea idéntico a otros miles de libros más, para ese lector es único. Las arrugas del lomo, las páginas azarosamente maltratadas, son la cifra de los pliegues de su propio rostro.

Pensándolo bien, desde la perspectiva de este lector incurable, el mundo viene a ser un objeto más que se suma al universo que tiene en sus manos. La realidad es una precaria distracción que aparece cuando el cansancio y la claustrofobia lo obligan a abandonar, aunque sea por unos instantes, la lectura. En todo caso, si insistimos en que un libro también es un objeto, que parte de la magia está en su banalidad de papel y tinta, habría que decir que es un objeto que se superpone, en lugar de simplemente agregarse, a la realidad. Es un objeto que despliega hacia dentro, hacia el vértice del códice, su propia realidad, su propio mundo que hace palidecer lo circundante.

Un bibliotecario sería la formulación ideal de este tipo de lector. Un bibliotecario, eso sí, que haya elegido ese oficio por pura vocación. No alguien que, pongamos por ejemplo, sea inspector oficial de aves y que por un acto de injuria de un nuevo gobierno dictatorial sea designado director de la Biblioteca Nacional. La formulación ideal de este lector insaciable que deviene bibliotecario fervoroso es, por supuesto, Borges.

Borges ocupó el cargo de director de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires durante dieciocho años. Desde finales de 1955 cuando la Revolución militar expulsó del gobierno a Perón, hasta finales de 1973 cuando Perón, a su regreso, lo expulsó a él. De aquellos años de 1955 nos dice María Esther Vásquez, en la biografía Borges. Esplendor y derrota, que fueron de los más felices de su vida. “Por primera vez en su vida adulta”, nos dice la fiel María Esther, “Borges se sintió mimado, complacido y obedecido. Por primera vez le pagaban por existir, por ser Borges. Y Borges hizo conocer la Biblioteca Nacional dentro y fuera del país”.

Borges tenía en sus manos “el paraíso bajo la forma de una biblioteca”, vuelve a recordar María Esther, con una imagen idílica que ejemplifica perfectamente la relación vital que algunas personas establecen con los libros.

No deja de llamar la atención que Borges, siempre ganado a la fascinación por lo absoluto y el juego de los contrarios, haya sido nombrado el guardián de más de ochocientos mil libros en el mismo momento de su vida en que ya estaba envuelto por la bruma luminosa de la ceguera, ese “lento atardecer de verano”, como la define en "El otro", uno de sus últimos y más hermosos relatos. Sobre este punto, María Esther Vásquez establece una pertinente y razonable conexión (pues hay que decir que el poema está dedicado a ella) con el "Poema de los dones," texto que aparece en El hacedor y cuyos primeros versos dicen lo siguiente:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

Esta declaración de la maestría

De Dios, que con magnífica ironía

Me dio a la vez los libros y la noche.

Lo primero que se me ocurre al leer estos magníficos versos es tratar de dilucidar dónde se encuentra la licencia poética. Si en el "Poema de los dones", donde la ceguera se confunde con la noche, o en el relato "El otro", donde la imposibilidad de ver se confunde, más bien, con los tintes de un progresivo adormecimiento de los colores de la tarde. Si acudimos a algunas fuentes biográficas y literarias la balanza se inclinaría por la primera de las opciones. Vázquez cuenta en su biografía ya citada que a Borges le gustaban mucho las corbatas amarillas, pues éste era el único color que aún reconocía. Por otra parte, habría que recordar el poema "El oro de los tigres", de 1972, esos versos que dicen:

Con los años fueron dejándome

Los otros hermosos colores

Y ahora sólo me quedan

La vaga luz, la inextricable sombra

Y el oro del principio.

Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores

Del mito y de la épica

Oh un oro más precioso, tu cabello

Que ansían estas manos[1].

Otra forma de zanjar este punto es obviar la cuestión cromática o, en todo caso, verla desde sus connotaciones existenciales y religiosas. Ver la conjunción de la ceguera y los libros desde el oscuro punto de vista de “la lágrima y el reproche” o verla desde la luminosa perspectiva de una ironía maestra y divina. Se trata, en el fondo, de dos maneras de responder ante el destino.

Quizás previendo la incomodidad de esta coyuntura, Borges se adelantó a su propio destino y trató, con el recurso de la ficción, de que en el tiempo de su vida pudiera abarcar las dos opciones, los dos ánimos, las dos respuestas. Ya en 1941 Borges había contado la historia de un bibliotecario, casi ciego, que escribe la crónica de un universo infinito en el cual ha nacido y en el que pronto va a morir. Hablo, por supuesto, de "La biblioteca de Babel".

En este relato, la relación espacial que mencionaba al principio entre los libros y la realidad, adquiere su máxima escala. El Universo es concebido bajo la forma de una biblioteca constituida por innumerables salas hexagonales. “La biblioteca”, dice el narrador, “es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible”. Esta descripción de la biblioteca, que en principio parece sólo geográfica o geométrica, es en realidad una descripción metafísica. En el ensayo “La esfera de Pascal” Borges recoge, en una de sus variantes, la siguiente frase que pertenece al Corpus hermeticum: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. El Corpus hermeticum, según lo señala Borges, es un conjunto de fragmentos atribuidos al dios Hermes Trimegisto que, al parecer “había dictado un número variable de libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525, según los sacerdotes de Thot, que también es Hermes), en cuyas páginas estaban escritas todas las cosas”. Luego agrega, y aquí nos da la clave de escritura de La biblioteca de Babel, que los fragmentos de esa “biblioteca ilusoria” es lo que forman el mencionado Corpus Hermeticum.

Además del panteísmo como forma y tema narrativo (la idea de que Dios habita en cada ser y cada cosa sin que ninguno de estos seres y cosas lo limite), Borges añade a su cuento, transformándola, la historia bíblica de la Torre de Babel. Esto se refleja en “la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros” de la biblioteca. En la imposibilidad radical de los habitantes de la biblioteca de descifrar ninguno de los miles de millones de libros que la conforman. Se refleja, habría que decir, en el hermetismo inflexible de ese corpus escrito. Borges lleva la confusión originaria de las lenguas al ámbito de la lectura y la convierte en una prefiguración y en una metáfora de la ceguera. El infinito, nos parece decir Borges también con ironía maestra, sólo abre sus puertas después de velar los ojos del ciego. La biblioteca entonces se multiplica de manera indefinida, o, lo que es lo mismo, se concentra toda en un solo libro, un libro interminable como la arena.

Baudelaire se planteó estas mismas cuestiones sobre el destino, la oscilación entre la felicidad y la condena, desde la perspectiva de la Belleza:

¿Que vengas del Infierno o del Cielo, qué importa,

¡Belleza!, ¡Monstruo enorme, ingenuo y espantoso!

Si tus ojos, tu risa, tu pie, me abren la puerta

del Infinito amado que nunca he conocido?


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[1] No deja de inquietarme ese giro romántico, casi erótico, de los últimos versos. Inmediatamente me pregunto de quién será esa blonda cabellera que Borges recuerda con una nostalgia presente. Pues la ceguera debe sentirse así, como una nostalgia por el presente, por lo que se tiene frente a los ojos y no se puede ver. ¿Será la rubia Ulrike von Kühlmann, hermosa mujer que Borges conoció y a quien podemos reconocer detrás del personaje Ulrica, que le da título al único relato de amor escrito por él, según confesión propia en el epílogo de El libro de arena? ¿O será, más bien, la blonda cabellera de María Esther Vázquez que lo acompañó buena parte de su vida?

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