Un hombre inventado y Final

Daniel Fernández G



I
(Un Hombre Inventado)

El libro hablaba de una ciudad en medio de América, muy parecida a Nueva York, Barcelona, Iquique o Raipur. Tenía de todo: Rascacielos, automóviles, hombres y mujeres que trabajan, desde obreros hasta dueños de pequeñas empresas. Había hijos de todas las especies y hospitales en los que nacían. Por lo tanto también había médicos y artistas, abogados y mendigos. La corrupción estaba empezando a hacer mella en la política, y los filósofos y literatos creían que podía existir un mundo mejor. Lo único que no existía ahí era historia ni historiadores. Los hombres habían salido de las cavernas hace doscientos años y habían empezado a construir con los mitos de sus antepasados, en ellos estaban todas las instrucciones para el diseño de una ciudad. Ahí nació Yvan.

Los diseños de todo variaban muy poco a lo que conocemos hoy, decía el libro. Los científicos pensaban de la misma manera como los mitos lo habían predicho, y la vida de Yvan iba a ser la vida del primer historiador de la humanidad. Ese historiador desapareció cuando descubrió como se había extinto la primera humanidad. Hoy de él solo quedan vestigios, más bien dicho, solo nos queda la última frase de su libro: “Nadie se ha librado de la historia, nadie nos podrá librar del tiempo, porque ambos son creación humana”.

El libro contaba que la vida de Yvan fue cruel. Él siempre se interesó por el pasado, pero nunca se interesó por los mitos, ellos nunca contaban lo que había ocurrido para que los hombres llegaran –o volvieran- a las cavernas. Nadie había creado cuentos de las cavernas, nadie había contado cuentos de lo que había ocurrido en los últimos doscientos años, solo estaban los periódicos de papiro y los de papel. Reunió todos los que pudo y los comenzó a leer y resumir. Nadie lo comprendió. Lo dejaron solo. Luego lo metieron en una celda –por la seguridad de la humanidad- y eso es lo único que se supo de él para el público; en privado, lo dejaron morir de inanición, fue la primera ejecución de la historia.


II
(Final)


Nunca pensó, a pesar de los libros que había leído, de los cómics de superhéroes, de las películas baratas, que tenía que ponerse una máscara cuando robara la primera edición de Un Hombre Inventado. Porque las cámaras de vigilancia lo iban a filmar y después lo iban a perseguir y a matar. Nada de eso importaba, la única persona que estaba mirando era el hombre que vigilaba que la chica detrás del mesón cumpliera su trabajo. Eso él no lo sabía.

Hace años había empezado las lecturas de libros de Ciencia Ficción. Había devorado las Fundaciones de Asimov, todas las obras de Bradbury. Arthur C. Clark no le gustaba, era poco visionario, un charlatán. A Orwell lo respetaba como escritor y filósofo. Phillip K Dick era su maestro. Cuando recién comenzaba a leer, había llegado a sus manos Un Hombre Inventado, el primer y único libro de Edward de Collins. Ese libro le había enseñado lo que era la ciencia ficción, lo había guiado a través de los diferentes autores y le había mostrado el camino para un mundo mejor, o casi. Lamentablemente el libro se quemó cuando él era un niño todavía y perdió los demás autores que existían en su prólogo. Ahora estaba olvidando su argumento también, así que se decidió a comprarlo.

El recorrido por las librerías y las tiendas de antigüedades de la ciudad fue breve.
Nadie conocía al autor y en la red no había siquiera una reseña de su vida o su libro. Envió correos a todas las librerías y anticuarios en Internet, en todos los idiomas que conocía –español e inglés- y los pocos que contestaron dijeron que no conocían ni el libro ni al autor. Pasado el tiempo, mientras se encontraba en pleno proceso de resignación, recordó que había ojeado el libro por primera vez en una de las bibliotecas de la capital y que luego lo había robado desde alguna parte; así que había libro y no había vuelta atrás.

Durante el viaje imaginó que entraría a la sala de préstamo y pediría, a través de un papel, un ejemplar de Un Hombre Inventado, para que la mujer que atendía detrás del mesón moviera unas palancas, colocara el papelito en una bandeja y esperara la respuesta. Después de algunos minutos debía aparecer un libro, o en su defecto un mensaje que dijera que todos los ejemplares estaban prestados, que debía esperar su retorno. Ni lo uno ni lo otro sucedió, absolutamente nada, porque ni siquiera pudo entrar: la sala de préstamo no existía. En su lugar, había una sala de recepción que tenía dos grandes letreros, uno decía BIBLIOTECA, y más abajo decía INFORMACIONES E INTRUCCIONES DE USO.

Miró hacía adentro a través de las puertas de vidrio y solo vio una gran sala con computadoras a todo lo largo y ancho de un inmenso salón, en medio había un cartel que colgaba indicando que esa era la sala de referencia.

Se acercó y le habló muy bajo a la chica del mesón:

—¿Adónde pido los libros? —al momento ella estiró un folleto que le indicaba una serie de instrucciones para buscar por Internet lo que él deseaba.
—No me entiende usted —siguió— ya intenté esa bus…

La frase quedó interrumpida por el dedo de la chica indicando la señal de silencio adherida a la pared. Entonces sacó la pistola y apuntó a la única persona que tenía en frente.

Lo primero que hizo ante el silencio y la estupefacción fue entregarle el papel con el código de préstamo. Ella levantó las manos e indicó lo que el letrero decía un poco más arriba –INFORMACIONES. El hombre indicó con la pistola el papel y luego apuntó a la cara, luego más abajo. Ella estiró el dedo en dirección hacia la sala de referencia e hizo un movimiento con la barbilla dos veces que debía entrar –moviendo la cabeza como si asintiera y estirando los labios al mismo tiempo. Él le indicó con la pistola que tomara el papel y saliera del mesón, y que lo acompañara hacia la otra sala. Ella no se movió y miró a la cámara que estaba justo detrás, mientras él le ponía la pistola en un costado y la obligaba a entrar en la sala de computadoras.

El encargado de las cámaras vio toda la escena, introdujo la mano en el paquete y sacó otra papa. Cuando la chica cruzó la puerta hacia la sala de referencia el encargado se levantó y la fue a reemplazar.

La suma de todos los clics de la sala se acumulaba en su oído al mismo tiempo y provocaba un silencio de sordos.

—¿Dónde están los libros? —le gritó
—En las computadoras —respondió ella con otro grito.
—No —volvió a gritar—, los libros… ¿Dónde están los libros?
—Aquí no hay libros —y solo alcanzó a leerle los labios.

Miró a su alrededor y solo vio gente jugando por Internet o viendo sitios porno, no vio a nadie más haciendo otra cosa.

—El libro de Edward de Collins ¿Dónde está?... la única edición… ¿Dónde está?— gritó nuevamente.

Ella apretaba los ojos mientras él apuntaba el arma hacia el cielo y descargaba dos o tres tiros. Apenas alguien se dio cuenta detrás de los audífonos, y seguramente pensó que se trataba de algún juego.

Decidió cortar la energía, así que tomó a la chica del brazo y le gritó-preguntó al oído que dónde estaban los interruptores. Tiritando, ella le indicó el otro extremo de la sala. Él avanzó sin soltarla y detuvo en el acto todos los clics. Dos tiros más al cielo y toda una manada de ratones de biblioteca virtual –o lo que eso fuera- corrieron a través de la puerta de cristal.

Solos en la sala, le volvió a gritar a la chica, le grito toda la historia, el argumento, sus interpretaciones, más de diez minutos de gritos ininterrumpidos.

—¿Dónde está? —se calmó.

La chica mantuvo el rictus en los labios y no dio respuesta. Ella le señaló los interruptores y luego una máquina. Él comprendió y restauró la electricidad. Ella esperó a que se reiniciara el sistema y recuperó la base de datos de la biblioteca. Él estuvo a su lado apuntándola durante todo el proceso, viendo como el teclado hacía avanzar cada una de las pantallas, paso a paso, hasta que los dedos se detuvieron. La chica giro la silla y sostuvo su mirada de frente, bajó los ojos y la cabeza los siguió, puede que haya orado justo antes de hablar.

—El libro no existe y nunca existió —cerró los ojos esperando un zumbido o algo—. Ningún filtro funciona. Ese libro nunca estuvo en esta biblioteca.

Él preguntó por la ciudad dónde estaba, la calle, el nombre de la biblioteca. Nada tuvo respuesta. Buscó el teléfono y llamó a la policía. Contestaron “van en camino”. “No entiende”, le dijo, “yo soy el que tiene a la chica”. “No se preocupe”, le contestaron, “ya van en camino”.

Cuando llegaron los agentes él ya había soltado a la chica y los periodistas estaban transmitiendo su cara en toda la ciudad. Él, encerrado en la sala de referencia, trataba de recordar si esa era la biblioteca. El computador que estaba frente a él marcó la luz de procesos y una ventana se abrió. “Estamos afuera”, leyó, “salga y deje el arma”. Cuando tecleó hizo las mismas preguntas que le había hecho a la chica, y pidió que un experto averiguara si existía el libro que buscaba o su autor. Esas eran sus demandas. Dos horas después la pantalla se volvió a encender. “No existe la referencia”, fue lo que leyó.

Había contado todos los parpadeos del cursor, pero no recordaba en qué número iba. Nuevamente el cursor se movió: “¿Estás ahí, Yvan? Tu madre te espera aquí afuera”. Abrió los ojos lo más que pudo y dejó caer los hombros. Dejó pasar un rato con la cabeza entre los dedos, con espasmos en la espalda y todas las lágrimas que las cámaras no captaban. Luego la habitación estuvo quieta, como si solo hubiera muebles en la sala. Se levantó. Miró a la cámara y dejó el arma lo más a la vista que pudo. Se dirigió a la salida con las manos en alto y dejó que lo esposaran y golpearan.

Era entrada la noche y todo estaba oscuro, los barrotes casi no se veían entre las sombras, era la primera noche de invierno. Cuando entró a la celda recordó las únicas palabras que habían quedado del libro de Yvan, se recostó y se durmió.

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